El director, guionista, productor, profesor y sexto presidente de la Academia falleció en Madrid a los 83 años.
Siempre quiso hacer películas y las hizo como director, guionista, productor y actor. José Luis Borau,
una de las figuras más representativas del cine español, falleció este
viernes en Madrid, a los 83 años de edad. El cineasta aragonés, que no
pudo recoger el premio que le había concedido el Festival de Málaga en
su edición de 2011, destacó por su visión global de nuestro cine, del
que fue un gran conocedor y que vivió intensamente a través de los
cuatro años que presidió la Academia, de 1994 a 1998; las películas que
filmó –por la última, Leo, se alzó con el Goya a la Mejor Dirección–; y los cerca de 40 años que estuvo dando clases de guión.
Profesor “irrepetible” para muchos, Borau
creó una fundación con su nombre “para ayudar a la gente que empieza en
esta profesión”, presidió la Sociedad General de Autores y Editores
(SGAE) y ocupó el sillón "B" de la Real Academia Española. También era
miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y de la
Academia aragonesa de Bellas Artes de San Luis.
Conocido y reconocido –en su galería de
trofeos figura la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, el Oso de
Plata de Berlín, el Hugo de Plata y Bronce de Chicago, y el Premio Luis
Buñuel a la mejor película española de la década de los setenta por Furtivos,
entre otros–, al cineasta, también autor de varias novelas, sólo le han
quedado por hacer “mejores películas y mejores libros”, confesó
recientemente este maño de figura grandiosa que ha dejado en el cajón
‘Las hermanas del Don’, historia que escribió con su buen amigo Rafael
Azcona, y ‘La pajarita de oro’.
Atendió sus numerosos compromisos y obligaciones y no se volvió a poner detrás de la cámara desde el 2000, con Leo, que, como su anterior cinta, Niño nadie,
protagonizó Icíar Bollaín. “Me han ofrecido cosas que no me gustaban
porque no encajan con mi espíritu, eran demasiado dramáticas. He hecho
películas de drama, pero siempre con un toque de humor”. En colaboración
con Jaime de Armiñán escribió el guion de Mi querida señorita, cinta que aspiró al Oscar a la Mejor Película Extranjera.
Se sentó en el sillón que ocupó
Fernán-Gómez en la RAE, docta institución en la que defendió frases y
coletillas que el cine ha regalado a la vida cotidiana de nuestro país
como 'play-back', 'flash-back', 'thriller' y 'sheriff', y expresiones
como "una casa de cine", "pasarlo de cine", "al final voy a ser yo el
malo de la película", "siempre nos quedará París" o "gasta menos que
Tarzán en corbatas”.
Siempre atento a la salud del guión en
nuestro país, a la que calificaba “mala, aquí y en todo el mundo”, Borau
decía que no había ideas. “En Hollywood hacen tontería detrás de
tontería, el esplendor de los años treinta, cuarenta y cincuenta ha
pasado a la historia. Tener la doble cualidad de ser un cineasta en
potencia y escritor no es fácil. La tercera pata del problema son los
productores, que quieren hacer lo que ya conocen, lo que se parece a tal
o cual éxito, y esto condiciona la originalidad porque la nueva
película se parece a la vieja”.
A pesar del paso del tiempo, su nombre seguía asociado con el drama Furtivos,
el éxito que tuvo en 1975. “A nadie le amarga un dulce, pero sí me da
un poco de tristeza. A mi escala es un poco como lo que le pasó a Orson
Welles, que hizo películas estupendas después de Ciudadano Kane, pero sólo se recuerda ese título”.
Valiente contra la censura y también al
alzar sus manos blancas como gesto de repulsa ante el asesinato del
concejal sevillano del PP, Alberto Jiménez Becerril, y su esposa, en la
XII edición de los Premios Goya. En un tono duro, el entonces presidente
de la Academia dijo: "Nadie, nunca, jamás, en ninguna circunstancia,
bajo ninguna ideología ni creencia, nadie puede matar a un hombre". Y
los asistentes a la gala le corearon, de pie, con un cálido y emocionado
aplauso.
José Luis Borau (Zaragoza, 1929) comenzó
su carrera a principios de los años sesenta y, tras fundar su propia
productora, El Imán, rodó Hay que matar a B, La Sabina, Río Abajo (rodada en Estados Unidos) y Tata mía. Pero antes de dedicarse al cine, en el que debutó con Brandy, se licenció en Derecho y fue crítico cinematográfico en ‘El Heraldo de Aragón’.
Graduado en la Escuela Oficial de Cine
de Madrid, donde ejerció como profesor catedrático de guión –por sus
aulas pasaron Manuel Gutiérrez Aragón, Pilar Miró e Iván Zulueta–
produjo sus propios filmes además de Camada negra, de Manuel Gutiérrez Aragón, y El monosabio, de Ray Rivas; intervino como actor en películas propias y ajenas; y realizó la serie de televisión Celia, basada en los cuentos infantiles de Elena Fortún.
No se aburrió. También hizo pinitos en la publicidad; editó la primera biografía publicada sobre Samuel Bronston, El imperio Bronston;
escribió cuentos, ensayos y relatos; dirigió el Festival de Cine
Experimental de Madrid; y como presidente de la Academia impulsó ‘Los
cuadernos monográficos’, y dirigió la elaboración y edición del Diccionario del Cine Español.
“Me llamaron para dos años y estuve cuatro. Es muy bonito ver cómo se
han ido integrando los jóvenes en la Academia y cómo los Goya han ganado
en prestigio”.
Era un peliculero que descubrió la
vocación y el paraíso en la sala oscura del cine. Y eso que antes de
querer ser cineasta, soñó con ser arquitecto –“es que dibujaba muy
bien”–. Pero se impusieron los fotogramas y este hijo único y gran
lector –al que Diana Durbin, ‘la mujer de su vida’, nunca contestó la
carta que escribió–, se dedicó a inventar historias sin perder nunca su
tímida sonrisa. “De conejo. Por eso mi madre me decía ‘no te rías, no te
rías”.